Con esta nevada he recordado que hace tiempo que quería escribir sobre el alud que llego a la iglesia en 1986. Como apenas había nacido voy a "fusilar" el reportaje que colgó hace ya mucho tiempo otro canfranero, Jesus Ezquerra; un pionero en los primeros foros de internet. Sirva esto también como un recuerdo a su persona.(fuente:
http://www.tiemposevero.es/ver-reportaje.php?id=31)
Aquí empezó todo. se aprecia perfectamente el corte de la nieve en el circo de Estiviellas
El dique de contención fue arrasado
Acabó con toda la vejetacion a su paso
La nieve casi en el altar
Nieve, pinos y piedras
Tareas de limpieza
Mismo sitio días después
La estructura de la iglesia resulto ser sólida
La cicatriz de la avalancha
Meses mas tarde
Amasijo de pinos
Ya en primavera. Ha pasado el tiempo, esos coches ya no se ven
Y os copio la narración que hizo Jesús:
Nevaba desde hacía 10 días, los últimos 5 sin parar. Aquel domingo 2 de febrero de 1986 casi un metro y medio de nieve daba a Canfranc un aspecto fantasmal. En la calle sólo se oía el débil susurro de los copos al caerte encima. La nieve amortigua y deforma el sonido, ¡y había tanta!... Daba la sensación de que aquello no iba a parar nunca. Los coches invisibles, las ramas de los pinos dobladas bajo el peso extra, no había calles, ni río, todo era un enorme manto blanco de nieve polvo.
Sobre las 7 de la tarde un amigo y yo éramos en ese momento los únicos clientes de nuestro bar preferido. De pronto, la puerta del bar comenzó a vibrar, el suelo después. Nos miramos. Una extraña sensación de angustia y miedo se apoderó de nosotros mientras nos mirábamos en silencio intuyendo lo que estaba pasando. Nada más, ni un solo ruido.
¡ALUD! ¡ALUD!
Con el corazón desbocado fuimos hacia la puerta. Al abrirla, un fuerte y penetrante olor a pino y, en medio de la noche, un paisaje que había cambiado.
En el exterior la capa de nieve sobre la carretera era todavía mayor pero ahora era dura, podías andar sobre ella sin apenas hundirte. Y ya no era blanca. Millones de acículas de pino y trozos de ramas astilladas le daban un tono oscuro. Señales, farolas, fachadas, puertas y ventanas de las casas totalmente tapizadas de nieve comprimida. En muchas partes ni se diferenciaban, formando unas paredes uniformes, como yeso.
Y ese olor a pino... y ese silencio. Jamás en mi vida como en aquel momento había experimentado el silencio absoluto mientras la intensa nevada seguía y comenzaba a cubrir la pinaza.
Mi abuelo acababa de llegar a casa cabreado. Los lazos-trampa llevaban varios días enterrados bajo la nieve y eso era para él un auténtico desastre. Estaba desaprovechando la época del año en que los zorros lucían su mejor pelaje. Mi madre suspiraba aliviada de que se tomara un descanso y yo de que se lo diera a los zorros. Tampoco podía hacer leña. A sus 88 años seguía aprovisionando la caldera de casa durante 9 meses al año, los que le dejaba libre el huerto. Muchas veces nos lamentábamos de que esos pinos tan altos de la parte trasera de la vivienda nos impidieran ver Estiviellas, justo encima, desde la cocina... Se sobresaltaron cuando un terrible golpe de viento pegó contra la ventana poco antes de que la casa temblara. Al asomarse a los cristales sorprendentemente enteros sólo pudieron ver pegada una masa blanquecina sembrada de hojas de pino. La ventana ya no podía abrirse, estaba como soldada.
900 metros más arriba, el circo de Estiviellas llevaba 10 días recibiendo nieve. Además el viento limpiaba la nieve de la ladera opuesta de la cresta y la depositaba a sotavento sobre la capa compacta caída a lo largo del otoño e invierno. Los corta-viseras, las alambradas y los pequeños diques de contención de aludes de la parte superior del circo hacía tiempo que estaban a varios metros de profundidad. La bomba estaba armada, sólo faltaba el detonador.
Sería un cambio de viento, un pino negro que crujió, un desprendimiento de la pared de Los Lecherines o simplemente el peso del último copo lo que venció su resistencia. En un frente de 500 metros la placa de nieve se derrumbó acelerando en la pendiente de 45º. Cuando chocó con el dique Grande el golpe fue brutal, volvió a acelerarse al caer por los 60 metros de cascada, llenó y rebasó el dique del Peine y pasó por encima de los restantes como si no existieran. El bosque no fue un obstáculo pues la onda expansiva de viento y polvo de nieve que la precedía ya los había arrasado de cuajo. Sólo al disminuir la pendiente en el cono de deyección del barranco se fue frenando. Un último choque la detuvo. Miles de toneladas de nieve y miles de árboles se habían desplazado en menos de un minuto a más de 100 km/h.
Una amiga y su novio salían del bar que todavía funcionaba en la Estación Internacional. Al enfilar la salida del andén hacia el puente y la iglesia, justo enfrente del barranco, un sordo y lejano rumor que aumentaba los detuvo. Unos segundos más tarde el rumor era ya un rugido sordo y un crepitar continuo de chasquidos y estallidos de ramas y árboles que crecía y crecía. Y entonces la vieron. Por encima de la iglesia una cortina de apariencia sólida se abalanzaba sobre ellos a una velocidad increíble. Apenas tuvieron tiempo de refugiarse tras una puerta cuando ésta comenzó a vibrar ante las embestidas de un viento casi sólido. Cuando se atrevieron a salir de nuevo todo estaba distinto, con toda la fachada de la estación y sus cientos de puertas y ventanas totalmente recubiertas de blanco.
Los 3 desconocidos jamás habían visto tanta nieve. A duras penas habían podido llegar en su coche hasta el puente de la estación del pueblo en su viaje hacia el Somport. Los quitanieves hacía rato que no pasaban y se habían detenido ante la imposibilidad de seguir. Bajaron del coche buscando el mejor sitio para intentar dejarlo fuera de la carretera y de repente, una fuerte ráfaga de viento y una nube de nieve los envolvió. No eran todavía conscientes de que unas pocas toneladas más o un desprendimiento algo más alto los habría barrido de la carretera y de la vida.
Un alud tan grande y cercano sólo podía haber bajado por 2 barrancos. Por el de Epifanio no hubiera supuesto ningún riesgo ya que aterrizan en la playa de vías. Por el de Estiviellas sí puesto que en la parte baja de su cono hay edificios. Cuando llegamos al puente de la estación, justo al final del cono de este último, aquellos 3 tipos nos llamaron la atención. Fuimos hacia ellos a preguntarles si habían visto algo. De pie como estatuas, ateridos de frío y absolutamente recubiertos de nieve con la cara y las ropas blancas, sólo lograron decirnos que en un instante una nube les había cubierto y que nunca antes habían visto "nevar" tan fuerte.
Al girar la cabeza hacia la iglesia lo vimos. En la penumbra producida por las farolas semicubiertas y a través de la nevada que continuaba como si nada hubiera ocurrido, enormes troncos de pinos reposaban sobre el tejado de la iglesia.
Eran sólo 30 metros pero fue pesado llegar a ella. La costra dura superior cedía y nos hundíamos hasta el pecho. Fuimos los primeros en entrar en la iglesia y lo que vimos nos dejó boquiabiertos. El último latido de la avalancha había topado con los muros de piedra de casi un metro de grosor y caído a plomo sobre el tejado del salón parroquial anexo, completamente lleno de nieve compacta, troncos, raíces, ramas y piedras; su tejado hecho añicos, sus ventanas pulverizadas. El tabique de madera que separaba el salón de la propia iglesia reventado y la nieve invadiendo la mitad del recinto con todos los bancales desplazados. La sacristía, la caldera, el pasillo y los aseos llenos. No pilló a nadie dentro.
Los edificios cercanos, mi casa incluída, fueron desalojados ante la amenaza de alguna réplica de la otra parte del circo. No sucedió.
A la mañana siguiente seguía nevando pero pude acercarme. Había árboles abatidos a 20 metros de mi casa y en el monte una gigantesca autopista de troncos tumbados que comenzando en la iglesia se perdía monte arriba entre la nevada.
El martes 4 de febrero amaneció por fin despejado. El espectáculo grandioso de la ladera este con sus miles de pinos negros, albares, abetos, hayas, alerces, píceas, serbales..., con sus ramas combadas y repletas de nieve contrastaba con la desolación de la ladera opuesta. Podía verse el devastador rastro del alud hasta su nacimiento. Allá arriba se marcaba claramente el corte de la placa y algo más abajo, en el punto donde el embudo del circo más se estrecha, el dique Grande, con sus 100 metros de longitud, sus 20 de altura, sus 15 de grosor en la base y sus 3 en la coronación y que llevaba décadas deteniendo aludes, ¡había desaparecido!. Como si nunca hubiera existido, sólo quedaban de él sus cimientos al nivel del suelo.
El muro Grande no se ha reconstruído. Para sustituir su función se han construído en el cono unos cilindros de hormigón cuya misión no es parar el alud sino dividir su lengua de nieve para que se autodetenga. Por debajo de estos, un gran talud de tierra que deberá servir de cuenca de acumulación.
Hoy, casi 18 años después, aunque la vegetación está creciendo de forma natural sin repoblaciones, todavía se nota la enorme cicatriz en medio del bosque para recordarnos que, antes o después, volverá a suceder, tal como ha venido haciéndolo durante milenios.